lunes, 6 de marzo de 2017

Ethos

Por Sergio Andres Ospino Ricardo

A continuación se relata brevemente la historia de un niño que hacía las cosas al revés.

Una vez salido el sol, en vez de levantarse de la cama e ir a la escuela como todos los niños de su edad, se echaba a dormir plácidamente: los pies en la cabecera. Cumplido ya su inocente onirismo, despertaba y procedía a cenar: huevos revueltos, arepa y chocolate con aguapanela. He aquí ante la mirada curiosa una escena imperdible, pues ¿cómo se come al revés? Ciertamente, la visión tendía a ser grotesca, aunque jocosa. Hecho esto, la criatura se dirigía a la escuela a recibir clase. No había profesores, ni compañeros de juego, ni señoras de la limpieza. Sólo el vigilante crepuscular y su lánguido cancerbero. De esta manera, el niño aprendió a ser autodidacta, y se complacía con leer a Borges, a Homero, a Goethe, a Joyce, etcétera (leía de derecha a izquierda, naturalmente). Concluida su jornada académica, el zagal regresaba a su casa, se despedía de sus padres y, ahora sí, desayunaba.


En verdad, los días del niño continuaron viceversa por mucho tiempo. Su vida consistió en deconstrucciones, desamores, desilusiones, enemistades, devoluciones, y así sucesivamente. Llegó un momento, durante su juventud tardía, en que el sujeto tuvo una revelación: no era necesario vivir al revés. Las mismas sensaciones y experiencias podían darse si se acoplaba a la monótona inexactitud en la que todos sus cercanos se deleitaban. Al final, se alivió de haber tomado esta decisión: bien pudo haber acabado su vida en un nacimiento y no en una defunción. Cosa extraña aquella.

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