Don Indalecio quedó asombrado
cuando Marco Frías entró a su oficina para comprar cinco ataúdes. No era época
de invierno, cuando el río se desmadraba y desaparecía a las multitudes de
ribereños incautos; la fábrica de la violencia había detenido su próspera
producción fruto del armisticio de La Habana ¿habría otro motivo para comprar
cinco ataúdes? La tarde calurosa derretía el tiempo, despacio. Aprovechó el fin de la siesta para emprender
el camino hacia la funeraria, sabía que los almacenes se abrirían en ese
momento, de a pocos, hasta esperar el anochecer. Encontró a Don Indalecio
sentado frente al escritorio vetusto como disminuido por el asedio de esa
reunión de catafalcos, sarcófagos, cofres, empolvados todos que pacían a su
alrededor. Separados por más de quince pasos y la danza de unas moscas
carroñeras, el agente de pompas fúnebres preguntó: ¿cinco ataúdes?, más que por
su vocación de chismoso por evitar algún enredo jurídico: Tal como lo oye mi
estimado señor Indalecio, ahora que mamá murió hemos de cumplir el acuerdo
familiar de enterrarnos con ella (Soltó una carcajada estrepitosa que rompió
ese aspecto sacro de la única sala de velación del pueblo: me está mamando
gallo) No faltara más, ¿cree usted que no tengo nada más que hacer? Cuando el
doctor nos advirtió que de estallarse el aneurisma silente que crecía en la
aorta de mamá sólo la salvaría un milagro, nos sentamos a discutir frente a la
lámpara de queroseno, que debimos alimentar en más de una ocasión, y seguros de
que los milagros no existen llegamos a la conclusión de enterrarnos con ella:
no habría motivo alguno para seguir viviendo luego de que el útero donde
crecimos se lo comieran los gusanos; papá fue el más complacido con la
decisión, la tienda de abarrotes cada día más desolada, los estudiantes de mi
clase de filosofía cada vez más conformes, Pedro el hermano menor cada noche
más confundido, Paula fue la única que debió perder algo al saber que quedaría
sin familia: su matrimonio promisorio. Entonces, ahora que mamá amaneció
muerta, tan pálida, tan bella como cuando me llevaba a comer helados de
aguacate, distribuimos el dinero y en este momento vengo a comprar cinco
ataúdes, sin ánimo de regatear ni un centavo, que necesito me los amarre en
este par de burros viejos que alquilé. Don Pablo dejó de cavar el hoyo de dos
por uno que le ordenaron ante tan rara petición: ¡Ah no! Me podrían culpar de
homicidio por enterrarlos vivos, ese trabajo yo no lo hago, los cinco huecos ya
están abiertos al lado noreste del cementerio cerca de las estatuas del
adelantado señor don José Clemente Vasconcelos y el poeta Rómulo Cetina; pero
yo a nadie he enterrado vivo, en los treinta años de labor o al menos nunca me
he enterado si lo he hecho… pero ahora que usted me menciona este negocio no lo
veo tan difícil: entrégueme su casa ante el notario y yo lo hago. ¡Llegó la
hora! Paula entre el ajuar de la boda fallida y ellos entre los fraques de paño
inglés se sancochaban, cargando el ataúd donde descansaba mamá, cada uno en una
manija, sorteando con delicadeza el empedrado de las calles que conducen al
cementerio y tras ellos los dos burros viejos cargando cada uno un par de
ataúdes.
Al sexto día mamá resucitó de
entre los muertos.
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