lunes, 13 de marzo de 2017

Catalepsia

Por Lucas Mateo Herrera Leiva

Don Indalecio quedó asombrado cuando Marco Frías entró a su oficina para comprar cinco ataúdes. No era época de invierno, cuando el río se desmadraba y desaparecía a las multitudes de ribereños incautos; la fábrica de la violencia había detenido su próspera producción fruto del armisticio de La Habana ¿habría otro motivo para comprar cinco ataúdes? La tarde calurosa derretía el tiempo, despacio.  Aprovechó el fin de la siesta para emprender el camino hacia la funeraria, sabía que los almacenes se abrirían en ese momento, de a pocos, hasta esperar el anochecer. Encontró a Don Indalecio sentado frente al escritorio vetusto como disminuido por el asedio de esa reunión de catafalcos, sarcófagos, cofres, empolvados todos que pacían a su alrededor. Separados por más de quince pasos y la danza de unas moscas carroñeras, el agente de pompas fúnebres preguntó: ¿cinco ataúdes?, más que por su vocación de chismoso por evitar algún enredo jurídico: Tal como lo oye mi estimado señor Indalecio, ahora que mamá murió hemos de cumplir el acuerdo familiar de enterrarnos con ella (Soltó una carcajada estrepitosa que rompió ese aspecto sacro de la única sala de velación del pueblo: me está mamando gallo) No faltara más, ¿cree usted que no tengo nada más que hacer? Cuando el doctor nos advirtió que de estallarse el aneurisma silente que crecía en la aorta de mamá sólo la salvaría un milagro, nos sentamos a discutir frente a la lámpara de queroseno, que debimos alimentar en más de una ocasión, y seguros de que los milagros no existen llegamos a la conclusión de enterrarnos con ella: no habría motivo alguno para seguir viviendo luego de que el útero donde crecimos se lo comieran los gusanos; papá fue el más complacido con la decisión, la tienda de abarrotes cada día más desolada, los estudiantes de mi clase de filosofía cada vez más conformes, Pedro el hermano menor cada noche más confundido, Paula fue la única que debió perder algo al saber que quedaría sin familia: su matrimonio promisorio. Entonces, ahora que mamá amaneció muerta, tan pálida, tan bella como cuando me llevaba a comer helados de aguacate, distribuimos el dinero y en este momento vengo a comprar cinco ataúdes, sin ánimo de regatear ni un centavo, que necesito me los amarre en este par de burros viejos que alquilé. Don Pablo dejó de cavar el hoyo de dos por uno que le ordenaron ante tan rara petición: ¡Ah no! Me podrían culpar de homicidio por enterrarlos vivos, ese trabajo yo no lo hago, los cinco huecos ya están abiertos al lado noreste del cementerio cerca de las estatuas del adelantado señor don José Clemente Vasconcelos y el poeta Rómulo Cetina; pero yo a nadie he enterrado vivo, en los treinta años de labor o al menos nunca me he enterado si lo he hecho… pero ahora que usted me menciona este negocio no lo veo tan difícil: entrégueme su casa ante el notario y yo lo hago. ¡Llegó la hora! Paula entre el ajuar de la boda fallida y ellos entre los fraques de paño inglés se sancochaban, cargando el ataúd donde descansaba mamá, cada uno en una manija, sorteando con delicadeza el empedrado de las calles que conducen al cementerio y tras ellos los dos burros viejos cargando cada uno un par de ataúdes.

Al sexto día mamá resucitó de entre los muertos.

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