Suavemente el alba
anunció un nuevo día. Cada paso era tan tortuoso como el anterior, pero, a su
vez, el dolor se desvanecía. Caminaba descalzó, pues mis zapatos perdieron su
calidad de “zapatos” tres días atrás. Junto a mí se encontraba el tiempo, que
había registrado cada evento de mi vida, de mi historia. No sudaba, pues de los
fluidos de mi cuerpo escasamente quedaba la sangre, que iba dejando sobre la
vía con cada pasó que daba. No sentía hambre o sueño. La fatiga era
despreciable.
El sol nuevamente
iluminaba mi camino, pero, al igual que el día anterior, no había nada. Solo
una inmensa llanura. Afortunadamente, el sol matutino secó la tierra. Gracias a
eso una espesa capa de tierra con sangre se había formado bajo mis pies, lo que
hacía más sencillo el caminar. Pronto perdí la visión, pero aun lograba oír la
brisa que arremolinaba la arena creando pequeños ciclones que refrescaban mis
heridas. La lluvia llegaba puntualmente a las 15:00 horas cada día. Mi cuerpo
se estaba consumiendo. Hacía el medio día, con el sol sobre mí finalmente me
detuve, por un ligero instante estuve de pie, mi visión volvió, fugaz, y me
encontré con el final de mi camino. Caí sobre la hierba, suave y húmeda. Fue un
oasis en aquel desierto o tal vez solo una ilusión.
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