lunes, 13 de marzo de 2017

Preludio del Ocaso

Por Mateo Robayo Barrera


Suavemente el alba anunció un nuevo día. Cada paso era tan tortuoso como el anterior, pero, a su vez, el dolor se desvanecía. Caminaba descalzó, pues mis zapatos perdieron su calidad de “zapatos” tres días atrás. Junto a mí se encontraba el tiempo, que había registrado cada evento de mi vida, de mi historia. No sudaba, pues de los fluidos de mi cuerpo escasamente quedaba la sangre, que iba dejando sobre la vía con cada pasó que daba. No sentía hambre o sueño. La fatiga era despreciable.

El sol nuevamente iluminaba mi camino, pero, al igual que el día anterior, no había nada. Solo una inmensa llanura. Afortunadamente, el sol matutino secó la tierra. Gracias a eso una espesa capa de tierra con sangre se había formado bajo mis pies, lo que hacía más sencillo el caminar. Pronto perdí la visión, pero aun lograba oír la brisa que arremolinaba la arena creando pequeños ciclones que refrescaban mis heridas. La lluvia llegaba puntualmente a las 15:00 horas cada día. Mi cuerpo se estaba consumiendo. Hacía el medio día, con el sol sobre mí finalmente me detuve, por un ligero instante estuve de pie, mi visión volvió, fugaz, y me encontré con el final de mi camino. Caí sobre la hierba, suave y húmeda. Fue un oasis en aquel desierto o tal vez solo una ilusión. 

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