lunes, 13 de marzo de 2017

La Montaña y el Mar

Por Adriana Lucia Ochoa Duran

La montaña. Es el verde profundo, el misterioso sonido que la habita, el seco silencio de la vida acompañado del cálido susurro de la muerte, su inmensidad. Eso y nada más es lo que ella ama. 
El mar. Su profundidad, su esencia de tormenta llena de calma temporal en un tiempo que no se cuenta. Eso y nada más es lo que le da fuerza al corazón de él.
Una selva, un océano, mundos lejanos vidas diferentes. Dos corazones, uno que permanece, otro que fluye. Simplemente están ahí, uno azul y otro verde, ambos llenos de matices.

Ella un día despertó, observó ese verde que siempre al lleno de vida, sin embargo, sintió como nunca antes, que le faltaba algo, que el verde por sí solo no existía. Entonces decidió volar. A lo lejos, muy a lo lejos, él, que había pasado la noche sin dormir, observaba ese misterioso azul que tanto lo emocionaba, pero le pareció triste, solitario. Entonces decidió volar.

Ambos siguieron al sol buscando en su calor una respuesta, volaron y volaron, estaban cansados pero aun así continuaban, querían una respuesta al vacío que sentían ahora; y con las alas casi rotas, con las plumas escasas y desordenadas llegaron al sol, cada uno desde lugares diferentes, por caminos diferentes.
El sol los observo, eran tan distintos y tan similares, ambos pregunta y respuesta al mismo tiempo. El complemento perfecto, pensó. Gracias al sol se conocieron, ambos cansados y felices, se observaron y conversaron… Se enamoraron. Ambos veían en el otro el contraste perfecto, la compañía precisa para existir. Ya era hora de marcharse del reino del sol… 
Ven conmigo, ven al océano, es hermoso, estarás bien ahi, a mi lado. Dijo él. 
No puedo, no quiero dejar de ser selva¡. Tus aguas no permanecen, siempre se van. Dijo ella. 
Yo no dejaré de ser mar, tu selva no fluye como mis aguas, siempre solo estan ahi. Dijo él. 

En el reino del sol, no había más verde que ella, no había más azul que él, ambos extrañaban sus tierras, y por eso cada uno decidió volver a su hogar, a sus raíces.
Una triste lagrima salio de ella, quiero estar con él, pero no abandonaré mis tierras, se dijo a sí misma. Él, triste y frío regresó también. Entonces la montaña se inundó de tanto llorar, y el mar se congeló hasta volverse seco. Se abandonaron a sí mismos, aunque esa no era su intención, el recuerdo de lo que cada uno fue era lejano.
Desde lejos sus tristezas se hablaron, se conmovieron, se perdonaron… 
Una isla somos, se dijeron. 

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