El tiempo se la puso en las orillas. Ella, una mujer delgada, de risa larga y andar
pasivo, con una calma abominable y unos pequeños pechos, con voz dulce de
sirena, un pañuelo revolucionario en su pelo maltratado, un pensar espeso y
contradictorio. Esa mujer, en las orillas de ese hombre, sufrió de pronto un espanto
tan profundo que le sacudió la risa y la esperanza. Sospecho que aquel hombre se
las tumbó de golpe. Estuvieron tan cerca antaño. Hoy solo se tienen al lado para el
sexo y otras cosas menores. Ella también tumbó algunas luces del pecho de ese
hombre, le robó la música y el placer de ser un náufrago del cielo en noches
despejadas. Se herían tan fuertemente día a día que, en las noches, a escondidas,
visitaban a médicos en el sueño para cocer las heridas que se procuraban en la
vigilia. Se desangraban la vida como dos bufones de un castillo en decadencia. Una
noche fría y áspera como todas, ella, temiendo recibir el primer golpe, tomó un
cuchillo y mientras él de espaldas dormía, le clavo el artefacto en la espalda, tan
profundo como pudo. Él, agonizando, se dio vuelta con calma, la miró tiernamente
y le dijo: - Gracias amor por librarme de este espanto. Sentía con la muerte venidera
que cada segundo se distanciaban vuestras almas. Y escuchó de nuevo a
Beethoven y miró nuevamente las estrellas con el asombro de un niño transparente.
Su alma era otra vez de viento claro. Besó por última vez a su amada. Ella sintió
como ese hombre se fugaba de esta tierra, no era un cuerpo de hombre
ensangrentado quien yacía en la cama, era un pasar de ave. Mientras tanto, llueve.
y después escampa
ResponderEliminar