Cegado
por los relámpagos que escupía la televisión en la oscuridad de la madrugada,
los párpados se le cerraron involuntariamente. Entre la bruma espesa,
placentera, del entresueño se dejó olvidar de sus frustraciones diurnas, y
entró en el universo consolador, luminoso y absurdo de lo onírico. Soñó que era
niño de nuevo. Estaba desnudo y solitario, remando en una barca, surcando el
océano de un planeta hecho de aguas azules como el cielo. En lo profundo de la
espesa marea índigo percibió un destello, un parpadeo luminoso, el guiño de una
joya escondida. Saltó de la barca y se sumergió, mientras tomaba una gran
bocanada de aire. Nadó y nadó hasta lo
profundo, lo negro e inabarcable del fondo del mar, guiándose por la progresiva
intensificación del destello. Allí estaba, incrustada en el fango negruzco una
perla blanca, manzana de luz, titilándole coquetamente a los ojos. La tomó
entre sus manos. La tibiez del precioso objeto se le hizo deliciosa. Una tibiez
de aguas volcánicas, de aguas primigenias, puras, nacidas de la lava endurecida
del centro de la tierra. Remó hasta la
playa y allí enterró la perla, como si fuese una semilla de cristal mistérico.
En cuestión de segundos, emergió de la tierra un bellísimo árbol de cristal y
de sus ramas colgaban unos simios rubios y pelirrojos que bailaban y reían a carcajadas. Él rió también al
verlos y recordó lo mucho que amaba a los simios cuando los veía en el
zoológico. La sonora conjunción de las risotadas juntas se hizo más y más
fuerte, al punto que el estruendo lo despertó del sueño, sorpresivamente, entre
lágrimas. La visión, hermosa y absurda, lo había conmovido hasta el llanto. Los
relámpagos del televisor le herían los ojos llorosos. Esa madrugada siguió
llorando hasta el amanecer, sumido en la triste certeza de que había
desperdiciado su vida.
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