viernes, 17 de marzo de 2017

La Decepción

Por Santiago Ruiz Idárraga

Cegado por los relámpagos que escupía la televisión en la oscuridad de la madrugada, los párpados se le cerraron involuntariamente. Entre la bruma espesa, placentera, del entresueño se dejó olvidar de sus frustraciones diurnas, y entró en el universo consolador, luminoso y absurdo de lo onírico. Soñó que era niño de nuevo. Estaba desnudo y solitario, remando en una barca, surcando el océano de un planeta hecho de aguas azules como el cielo. En lo profundo de la espesa marea índigo percibió un destello, un parpadeo luminoso, el guiño de una joya escondida. Saltó de la barca y se sumergió, mientras tomaba una gran bocanada de aire.  Nadó y nadó hasta lo profundo, lo negro e inabarcable del fondo del mar, guiándose por la progresiva intensificación del destello. Allí estaba, incrustada en el fango negruzco una perla blanca, manzana de luz, titilándole coquetamente a los ojos. La tomó entre sus manos. La tibiez del precioso objeto se le hizo deliciosa. Una tibiez de aguas volcánicas, de aguas primigenias, puras, nacidas de la lava endurecida del centro de la tierra.  Remó hasta la playa y allí enterró la perla, como si fuese una semilla de cristal mistérico. En cuestión de segundos, emergió de la tierra un bellísimo árbol de cristal y de sus ramas colgaban unos simios rubios y pelirrojos que bailaban  y reían a carcajadas. Él rió también al verlos y recordó lo mucho que amaba a los simios cuando los veía en el zoológico. La sonora conjunción de las risotadas juntas se hizo más y más fuerte, al punto que el estruendo lo despertó del sueño, sorpresivamente, entre lágrimas. La visión, hermosa y absurda, lo había conmovido hasta el llanto. Los relámpagos del televisor le herían los ojos llorosos. Esa madrugada siguió llorando hasta el amanecer, sumido en la triste certeza de que había desperdiciado su vida. 

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