Por Pablo Enrique Briceño Ramírez
Estaba sentado en ese antiguo taburete de madera fina de color rojizo,
reposaba mis viejos brazos sobre el marco de la ventana, mientras veía caer la
lluvia, aquella lluvia que golpeaba mi ventana y de la forma más uniforme bajaba
lentamente por los vidrios. Comencé a caminar por el salón hasta llegar a la
chimenea, intenté calentarme, pues el día era gélido y la noche anunciaba su
hora; Entonces lo vi, vi aquella vieja pintura, aquella pintura que me
recordaba esa antigua época de grandeza, ahora, mis días sólo eran el recuerdo
de aquellas épocas, eran una mezcla de añoranza y pesar, ya no había días
buenos, ahora mis días eran tristes.
Me detuve a contemplar la pintura,
ahora lo recuerdo bien, recuerdo aquella sonrisa esbozada en mi rostro, aquel
fino levita que llevaba puesto, era un hombre guapo en aquel entonces, ¡oh, sí
que lo era!. Aquel sombrero lo conservaba aún, fue un regalo de mi madre el día
que emprendí un largo viaje. Viaje que me traería alegrías y dolores.
Dejé la pintura a un lado y atraído,
gracias a la pintura, a aquellos gratos recuerdos de mi vida, tomé mi sombrilla
y mi abrigo, y me dirigí a esa amplia escalera con peldaños desgastados y
sucios que me conducían a la puerta principal de la casa, y al salir, abrí la
sombrilla y caminé de tal modo que mis pies no tocasen los numerosos charcos
que se hacían en las empedradas calles. Llegué al cementerio con la ilusión del
que quiere volver a los brazos de su amada, más al entrar, una tristeza sobre
vino a mi alma y aquellos placidos recuerdos que me habían impulsado a dicha
tarea, se habían convertido en cuchillas que flagelaban mi postrer estado. Me
acerqué a su tumba, me incliné y toqué su lapida, aún creo que son sus rosadas
mejillas; coloqué una bella rosa blanca que compré en el camino y lloré.
Tenía 73 años, y aunque era un
hombre acaudalado y de buen estado físico, no tenía a nadie; mi único hijo
había muerto hace décadas de tuberculosis, y mi amada, ¡Cuanto daría por estar
con ella!, había fallecido ya hace un par de años, era ya un hombre pensionado,
bastante educado; más mis penas y mi dolor eran mi única compañía día tras día.
Decidí volver a casa, esta vez, todo
a mi alrededor era sombrío, la lluvia caía más lento, los coches iban sin rumbo
y todo me significaba una pena enorme. Entonces lo pensé, bajo aquella
ensordecedora lluvia, ya no existían motivos para continuar una vida llena de
tal dolor. Al llegar a mi enorme y vieja casa, recorrí aquel pasillo lleno de
pinturas y me dirigí a mi cuarto, oré y le pedí a Dios, sin ser yo un hombre
muy creyente, que me permitiera estar con mi amada y con mi hijo, luego, me
acerqué a aquel mueble ubicado al lado de mi espaciosa cama, abrí el cajón
inferior del mueble, tomé una pluma y escribí este breve relato, pensé escribir
sobre mi vida, más sé que no será leído, ahora pues, tomaré mi revolver y
pondré punto final a esta historia.
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