“Recordá vos, mijito, el Guayaquil
a principio de Siglo estarías andando a pura pata ventiada, sin zapatos, porque
en ése entonces, serías pobre, muy pobre. Tus pies estarían sucios, pisando las
hojas muertas que alguien había utilizado para limpiarse la mierda de la nalga
justo después de cagar en plena vía pública al frente de la plaza. A tu
alrededor estarían la langosta, las moscas, el olor a mierda, el humo del
ferrocarril, el perfume dulce y barato de las mujeres de bajo vientre y el
grito de decenas de campesinos tratando de vender bananos, victorias, murrapos,
yucas, guineos y fríjoles para la sopa. Oirías el discurso de un extranjero
timador vendiendo sus específicos, pendejos hablando de cómo evitar las moscas
y los gritos de un montón de niños descalzos que, como vos en aquel entonces,
pedían plata y robaban a quien estuviera mal parqueado.
Ése día el calor era insoportable,
la tierra más caliente de lo normal y todo con un olor más fuerte y penetrante
que nunca. Verías a un señor con zapatillas negras y un gabán del mismo color y
pensarías que en su billetera podría haber una buena cantidad de pesos, que no
era pecado robarle porque ese señor le debió robar a muchos indefensos. Te
irías adonde tus amigos, y les contarías el plan. Andarías adonde la puta que
te parió y le dirías que un señor de gabán negro estaba interesado en ella, así,
ella saldría de la pianola donde estuviera a acoger en su pecho el inmenso
calor de las dos de la tarde, y, cuando ella se acercara al señor y le empezara
a coquetear, tú y tus amigos casualmente estarían jugando alrededor, y accidentalmente
se chocarían con el del gabán negro.
Este señor, según tu finada madre, cuando
le iba a pagar no tuvo con qué y salió corriendo sin pantalones por todo
Guayaquil. Ése fue el principio. Por dos años más te bañaste debajo del puente
de Guayaquil, luego sacaste todo lo que habías robado, alquilaste una pequeña
pieza también en Guayaquil y pensaste que ya tenías dinero suficiente para
estudiar. Lo hiciste y aquí estás: un siglo después, viudo de 2 mujeres y viviendo
con tu nieto…”
Yo escuché que mi viejo estaba
hablando sobre Guayaquil otra vez. Fui a su habitación y lo encontré hablándole
al espejo, a un niño que hacía todos sus movimientos y que tenía el mismo
rostro con 70 años menos. Mi viejo me miró, se sentó en el borde de la cama,
miró al niño y el niño me sonrió. Se acostó y durmió por siempre.
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