jueves, 16 de marzo de 2017

50 Euros

Por Luz María González

Terminaron de cenar en un restaurante en el que se servía un único plato. Un jugoso entrecot poco hecho, al punto, o bien hecho con patatas que prácticamente no cabían en el plato. En sí, la cena parecería no tener nada especial, pero el modo de presentación, con la mitad de la carne servida en el plato y la otra mitad en una bandeja de plata barata y unas velas colocadas en su parte inferior para mantener la carne caliente durante toda la velada satisfacía a todos los comensales. Unos seguramente elegían ese restaurante por el placer de ver acercarse a una de las camareras, todas vestidas iguales, con una falda negra y una camisa amarilla pareciendo imitar el contraste del color de la carne y las patatas en el plato, y escuchar: ¿Van a desear más patatas? con un acento francés y una sonrisa al que difícilmente se puede decir no. Y otros, la mayoría tal vez, se encontraban allí para relamerse los labios con la salsa que recubría la carne y cuya receta era un secreto bien guardado. En tiempos modernos, en los que ya todo el mundo tiene acceso a internet, es muy probable que muchos de los clientes buscaran la receta secreta, comprobando que las especulaciones que habían realizado sobre los ingredientes al degustar la carne se alejaban mucho de la probable realidad. La sorpresa era mayúscula y más de uno no hubiera querido entrar en aquel lugar si hubiera conocido los ingredientes de antemano. Refiriéndonos de nuevo a los tiempos modernos, ya no es siempre el hombre el que paga la cena, y ella se adelantó como muchas otras veces: “¡Pago yo!”, exclamó con una sonrisa en la cara. Siempre estaba sonriente. Inclinó ligeramente su delgado cuerpo hacia la izquierda mientras introducía la mano en el bolsillo derecho de su ajustado pantalón vaquero, y dejó caer sobre la mesa un billete de 50 euros completamente arrugado, como cualquier papel inservible que es estrujado con fuerza antes de ser arrojado a la basura. Él soltó una carcajada sin decir una sola palabra y ella lo acompañó con otra todavía más grande. Pero tal vez ella no entendía porqué él se estaba riendo de ese modo. Podría parecer divertido ver un billete todo arrugado. En realidad tiene algo de cómico. Pero en el fondo, él se estaba riendo de sí mismo, de su propia vida. Él llevaba los billetes doblados con precisión en el interior de la cartera, ordenados de modo ridículo por su valor en orden descendente. Y ahora él, gracias a ella, 15 años más joven, había aprendido que en la vida no es necesario tener todo perfectamente ordenado, y que es más probable que cierta improvisación vaya finalmente acompañada de una carcajada. Como la provocada espontáneamente por ese billete de 50 euros.

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