Sigifredo vio por última vez el cielo una noche de julio de 1952, claro que él todavía no
había nacido. Murió plácidamente envuelto en una hamaca sobre la arena trigueña de
Cartagena tal como siempre quiso, observando el titilante resplandor cenizo de las
estrellas que habrían muerto millones de años antes que él, a su modo se trataba de otro
viaje en el tiempo.
Quien fuera una de las mentes más brillantes en la historia humana deambuló por el
espacio-tiempo en completo anonimato y así mismo pereció aquel día, demostrando con
ello, sin que nadie lo supiese, tres máximas tan inquebrantables como los más sagrados
principios físicos. En primer lugar que en la era de los más estéticos aparatos digitales,
una máquina del tiempo pasa desapercibida si se impulsa con manivela. La segunda
proposición dicta que sin importar cuanto se ajusten las condiciones del experimento, el
caos seguirá siendo una fuerza poderosamente determinante, haciendo improbable
sacarse la lotería aunque se adquirieran los presuntos números ganadores. Por último,
siendo quizás la premisa más retumbante, no importa si se tiene todo el tiempo a
disposición, la muerte es ineludible.
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