viernes, 10 de marzo de 2017

Ocaso

Por Luis Santiago Rodriguez Lambis

Entre llantos y sollozos, tirada en su Kline, ahí, justo ahí donde los mortales tienen prohibida la entrada, se encontraba la Diosa; sufriendo por el único mal del que ni los Dioses se escapan…
Entre llantos y sollozos maldijo su suerte, y pensó para sí misma –¡¿acaso no so lo suficiente bella para un simple mortal?!- y  justo cuando parecía más tranquila recordó que su amado se encontraba ya en el hades y su llanto salió entonces con más fuerza que la que inclusive el propio Ares alardeaba  tener. Se levanto y se dirigió a su tocador, se miro al espejo  y pese a estar destrozada se veía hermosa, terriblemente bella, pero en sus ojos se veía el dolor que causa la muerte del ser que se ama en secreto.
Lisandro era un joven apuesto, con los típicos aires de juventud y con toda la energía que demanda su corta  edad; debido a esto no resultaba fácil pasar desapercibido ante aquellos que se deleitaban con la belleza de los jóvenes, sin embargo sus azules ojos solo le pertenecían a alguien, Dafne el único y  verdadero amor de Lisandro,  una chica tímida, de ojos grandes, similares a los de los búhos bajo la luz de la luna,  y poseía  una hermosa sonrisa capaz de enamorar al más bello de todos los griegos. Envidiada por muchas, querida por pocos y amada por uno, esa era Dafne.
-“el corazón tiene razones que la razón no puede comprender”-fueron las últimas palabras pronunciadas por un corazón cegado por la tristeza y guiado por el amor, entonces clavó Lisandro la daga dorada, que forjó el mismo Hefesto,  en su vientre y sintió entonces como su vida se desvanecía y como su alma se hallaba ya en los brazos de la muerte, recordó entonces las palabras de ese extraño personaje vestido de trapos, el mismo personaje que le hizo entrega de la daga, -la misma que le dio la muerte debe ser saciada con tu sangre y así se te será permitida la entrada al Elíseo-
Se acercaban las nupcias de los locos amantes, dentro de poco serian marido mujer, tal unión merecía una fiesta en el monte Olimpo, adornada con oro y marfil, y al ritmo de las melodías de los sátiros. Pero ambos amantes no pertenecían precisamente a la nobleza, por ello debían conformarse con una boda en privado donde sólo estuviesen los dos bajo la penumbra de la noche y la celosa mirada de los olímpicos. “- que los dioses me den una larga vida para verte cada día al despertar, sabed que esta vida jamás me será sufriente para decirte cuanto te amo, esto que siento por ti yacerá con migo inclusive cuando mi alma llegue al hades­- pronuncio sus votos Dafne, la de ojos grandes,-Alabada sean las moiras por darme la dicha de veros hoy, Dafne has de saber que os amo en esta vida y os seguiré amando en la otra- mientras pronunciaba estas palabras recordaba entonces a aquella niña que veía de lo lejos mientras acompañaba a su padre al ágora a hablar cosas que le correspondían a los hombres, aquella niña de la cual quedo perdidamente enamorado y a la cual no dejó de observar en secreto cada vez que salía a realizar alguna tarea encargada por su padre,-Dafne, por las noches solía fantasear con este momento,  hoy que ha llegado parece salido de un sueño, esos mismos sueños donde aparecía tu recuerdo a enamorarme una vez más-… La dicha de los mortales es tan fugaz que suele ser envidiada por la eternidad de los dioses; lejos en sus aposentos se encontraba la Diosa, dispuesta a quitar de su camino todo aquello que se le cruzase, cegada por el mal de los mortales bajó del Olimpo  y clavó en el pecho de Dafne la daga dorada, ahora nada impedía su unión con Lisandro, desgraciadamente ni los Dioses nos entienden, ni nosotros a ellos.
“- has de saber amada mía que os estaré esperando en la muerte, ansiaré la hora de veros en los campos, ansiare la hora de caminar junto a ti por el sendero de la muerte….has de saber amada mía que el corazón tiene razones que la razón no puede comprender... -”, fueron estas las palabras dichas por un corazón cegado por amor y guiado por el dolor. Y sólo en la muerte los trágicos amantes pudieron vivir en paz, embriagándose de la pasión que les consume hasta los huesos, convirtiéndose ambos en el romántico frio del claro de luna, ese mismo “moonlight”  que sintió Beethoven cuando en su dedicatoria ponía “la damigella”, ese mismo sentimiento que transmiten los adagios y ese mismo que trasmite la llegada del ocaso de los trágicos amantes.
 “En la oscuridad, dos figuras alargan los brazos a través de una penumbra espesa y penosa. Y cuando las manos se tocan, se derrama la luz de cien urnas doradas, por las que el sol parece salir a borbotones”-La Canción De Aquiles, Madeline Miller (2012) 

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