Entre
llantos y sollozos, tirada en su Kline, ahí, justo ahí donde los mortales
tienen prohibida la entrada, se encontraba la Diosa; sufriendo por el único mal
del que ni los Dioses se escapan…
Entre
llantos y sollozos maldijo su suerte, y pensó para sí misma –¡¿acaso no so lo suficiente bella para un
simple mortal?!- y justo cuando
parecía más tranquila recordó que su amado se encontraba ya en el hades y su
llanto salió entonces con más fuerza que la que inclusive el propio Ares alardeaba
tener. Se levanto y se dirigió a su
tocador, se miro al espejo y pese a
estar destrozada se veía hermosa, terriblemente bella, pero en sus ojos se veía
el dolor que causa la muerte del ser que se ama en secreto.
Lisandro
era un joven apuesto, con los típicos aires de juventud y con toda la energía
que demanda su corta edad; debido a esto
no resultaba fácil pasar desapercibido ante aquellos que se deleitaban con la
belleza de los jóvenes, sin embargo sus azules ojos solo le pertenecían a
alguien, Dafne el único y verdadero amor
de Lisandro, una chica tímida, de ojos
grandes, similares a los de los búhos bajo la luz de la luna, y poseía una hermosa sonrisa capaz de enamorar al más
bello de todos los griegos. Envidiada por muchas, querida por pocos y amada por
uno, esa era Dafne.
-“el corazón tiene razones que la razón no
puede comprender”-fueron las últimas palabras pronunciadas por un corazón
cegado por la tristeza y guiado por el amor, entonces clavó Lisandro la daga
dorada, que forjó el mismo Hefesto, en
su vientre y sintió entonces como su vida se desvanecía y como su alma se hallaba
ya en los brazos de la muerte, recordó entonces las palabras de ese extraño
personaje vestido de trapos, el mismo personaje que le hizo entrega de la daga,
-la misma que le dio la muerte debe ser
saciada con tu sangre y así se te será permitida la entrada al Elíseo- …
Se
acercaban las nupcias de los locos amantes, dentro de poco serian marido mujer,
tal unión merecía una fiesta en el monte Olimpo, adornada con oro y marfil, y
al ritmo de las melodías de los sátiros. Pero ambos amantes no pertenecían
precisamente a la nobleza, por ello debían conformarse con una boda en privado
donde sólo estuviesen los dos bajo la penumbra de la noche y la celosa mirada
de los olímpicos. “- que
los dioses me den una larga vida para verte cada día al despertar, sabed que
esta vida jamás me será sufriente para decirte cuanto te amo, esto que siento
por ti yacerá con migo inclusive cuando mi alma llegue al hades-” pronuncio sus votos Dafne, la de ojos grandes, “-Alabada sean las moiras por darme la dicha de veros
hoy, Dafne has de saber que os amo en esta vida y os seguiré amando en la otra-” mientras pronunciaba estas palabras recordaba entonces
a aquella niña que veía de lo lejos mientras acompañaba a su padre al ágora a
hablar cosas que le correspondían a los hombres, aquella niña de la cual quedo
perdidamente enamorado y a la cual no dejó de observar en secreto cada vez que
salía a realizar alguna tarea encargada por su padre, “-Dafne, por las noches solía fantasear con este
momento, hoy que ha llegado parece
salido de un sueño, esos mismos sueños donde aparecía tu recuerdo a enamorarme
una vez más-”… La
dicha de los mortales es tan fugaz que suele ser envidiada por la eternidad de
los dioses; lejos en sus aposentos se encontraba la Diosa, dispuesta a quitar
de su camino todo aquello que se le cruzase, cegada por el mal de los mortales bajó
del Olimpo y clavó en el pecho de Dafne
la daga dorada, ahora nada impedía su unión con Lisandro, desgraciadamente ni
los Dioses nos entienden, ni nosotros a ellos.
“- has de saber amada mía que os estaré esperando en la
muerte, ansiaré la hora de veros en los campos, ansiare la hora de caminar
junto a ti por el sendero de la muerte….has de saber amada mía que el corazón
tiene razones que la razón no puede comprender... -”, fueron estas las palabras
dichas por un corazón cegado por amor y guiado por el dolor. Y sólo en la muerte
los trágicos amantes pudieron vivir en paz, embriagándose de la pasión que les
consume hasta los huesos, convirtiéndose ambos en el romántico frio del claro
de luna, ese mismo “moonlight” que sintió Beethoven cuando en su dedicatoria
ponía “la damigella”, ese mismo
sentimiento que transmiten los adagios y ese mismo que trasmite la llegada del
ocaso de los trágicos amantes.
“En la
oscuridad, dos figuras alargan los brazos a través de una penumbra espesa y
penosa. Y cuando las manos se tocan, se derrama la luz de cien urnas doradas,
por las que el sol parece salir a borbotones”-La Canción De Aquiles, Madeline
Miller (2012)
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