Me levanté aterrorizada. Tenía en mis oídos todo el ruido de todos los minutos, veía la escena a
repetición con mucho terror, la boca me sabía a vidrio, masticaba el vidrio, podía sentir triturarlo con
las muelas y afilarme el alma de la angustia.
Unos pisos más arriba, desde el patio donde yo ensayaba una pequeña obra de teatro sobre un cuento de
brujas que seducen y asesinan cazadores, una familia peleaba. Podía escucharlo todo desde abajo,
trataba de precisar cuál era el piso, la casa; escuchaba voces que se decían cosas y luego gritaban
temores, rabia, lanzando platos, rompiendo tazas; sentía el esfuerzo tremendo para no golpear a los
niños: “¡Pégame a mí!”, un grito.
Me obligué a no seguir escuchando el espectáculo de azotar ventanas, de ver las persianas del balcón
moverse y doblarse con los golpes una y otra vez. Caminé dos pasos hacia el interior de la casa y en la
cocina, vi por una ventana a los espectadores, afuera en la calle, haciendo comentarios insanos,
esperando la evolución de la pelea.
De pronto escuché gritos agudos, chillones, miedosos, gritos en el eco del vacío. Salí al patio con los
ojos en el cielo: dos mujeres abrazadas que parecían madre e hija caían desde el balcón, las veía caer en
una conversión de segundos por minutos enteros, en los que pude caer con ambas en la desesperación,
sabían las dos que no iba a terminar bien y se aferraron al viento queriendo ser más livianas para que el
estrellón las dejara vivas. No pude decirles nada, solo acompañar el estruendo de dos cuerpos contra el
suelo y gritar en el corazón la impotencia y la crueldad del hecho.
Cayeron en el patio, donde tenía la escenografía de un pantano en el que perecían los cazadores a
merced de las brujas. Una de ellas estaba apenas consciente, hablando con sangre, balbuceando cosas
que no se le entendían, su mano con la palma hacia arriba temblaba, movía los dedos como escribiendo
algo en el cielo. La otra mujer estaba inconsciente, me arrodillé a su lado con los ojos cerrados para
escuchar su respiración, estaba muerta tal vez, no pude mirarla.
La vida que venía desde un balcón a mi patio de ensayo, me había atrapado los ojos. La gente afuera
tocaba mi puerta, gritaba pidiendo una ambulancia; yo escuchaba los pronósticos de muerte con los
ojos llenos de lágrimas, lloraba por ellas sin atreverme a tocarlas. Tenía que abrir la puerta. Me levanté
aterrorizada, la boca me sabía a vidrio, el alma me reventaba las sienes, me enloquecía el consuelo para
ambas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario