Salió
de la residencia a las 8 de la mañana. Su rutina era la misma: se despertaba
con el sonido de la alarma, aturdido, pero no se levantaba de la cama sino
después de mirar unos cortos minutos al techo mohoso del apartamento. Tenía que
decírselo al casero, pensaba. Tenía que encontrar otro lugar para vivir, se
decía a sí mismo consecutivamente, mientras volvía a ese lugar tormentoso de su
existencia, donde cuestionaba la aparente racionalidad de sus decisiones en el
instante que escogió vivir en aquel rincón repleto de malos olores, ruidos
insatisfactorios y una terrible melancolía. Sin embargo, esta reflexión no
permanecía en su cabeza más allá del camino a la ducha. Allí, su mente
deambulaba al pasado, cuando la soledad y el desamor no eran estados
permanentes. Lo arruiné todo, pensaba mientras se enjabonaba. Lo mandé todo al
carajo por unos momentos de locura.
Salir
de la ducha siempre era difícil; las corrientes de aire que entraban por la
puerta le helaban en segundos todo el cuerpo. ¡Cuánto deseaba unos días, aunque
fueran pocos, de vacaciones!, decía en voz alta mientras se ponía su traje,
frente al espejo, donde repetidas veces se encontró en una especie de situación
amistosa consigo mismo. Luego se colocó sus zapatos y, por último, la corbata;
la única que tenía. Tenía un olor sutil a whiskey de supermercado,
probablemente de hace dos días. Ni se acuerda. No sabía si debía sentirse
avergonzado o decepcionado; tal vez una combinación de ambos. Una pequeña
sonrisa sobresalió de sus labios al mismo tiempo que alcanzaba su abrigo, y se
preparaba para salir, pensando en su ridiculez, y por enésima vez en la semana,
pensando en ella. Parecía evidente que, podía morir mil veces con el solo hecho
de recordar su existencia; morir un poco cada vez que se despierta solo, come
solo, y llega solo. Su rutina convertida en un constante masoquismo mental. Era
agotador, decía para sí, mirándose los pies, mientras abría con dificultad la
puerta del apartamento.
Bajó
las escaleras, llegó a la puerta principal, saludó con frialdad a los vecinos, que
apenas le miraron sus zapatos antes de seguir su camino y, por último, salió de
la residencia. Sabía lo que tenía que hacer. Miró su reloj, 8:01 am, y corrió.
Ella coge el bus, como todos los días, hacia el centro de la ciudad, para ir al
colegio. Hoy no estaba con su mamá; por fin la dejó hacer algo por sí misma,
aunque significara caminar sólo 3 cuadras sola. Él había llegado antes, como
siempre, a esperar pacientemente la llegada de la niña a la parada del bus, y
así fue. Pero estaba sola. Ésta era su oportunidad. Pasó la calle sin pensarlo,
y se fue acercando hacia ella. La quería, la deseaba. Miraba su falda, miraba
sus piernas, y enloquecía. Ella nunca lo miró, pero escuchaba sonidos extraños,
como si fueran gemidos de algún animal en calor. Ya no lo soportaba. La quería
agarrar y llevársela a un lugar donde nunca nadie la pudiera encontrar, donde
fuera sólo para él. Estaba decidido. Iba a agarrarla de la falda, cuando
escuchó el repentino sonido de la puerta. Era su casero. Estaba gritando que le
bajara al volumen del televisor, que el porno se escuchaba mucho. Maldijo
mientras lo hacía. No pudo venirse con su fantasía interrumpida, pero al menos
podía seguir viendo a la mona desnuda en la pantalla, e imaginarse su cara por
un instante. Tal vez la vea hoy, pensaba con euforia mientras su mano se
entumecía y su alarma sonaba. Era hora de bañarse.
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