domingo, 19 de marzo de 2017

Quedad Crónica

Por Santiago Betancur Zapata

Antes de irme a dormir descubrí que tenía una cavidad en el pecho, apenas más grande que un alfiler. Entré en pánico. Bordeaba el pequeño agujero con los dedos, mientras iba subiendo el volumen de mis gritos. Toda mi familia se reunió alrededor de la puerta, me miraban inquietos: —¡TENGO UN HUECO EN EL PECHO! — Inmediatamente analizaron la parte delantera de mi tórax con un rigor científico. —No tienes nada, pero, ¿te duele? ¿Puedes respirar? La preocupación no se desvaneció con la minuciosa inspección. Hubo exámenes, médicos, radiografías, y consultas. Al cabo de una semana los resultados eran contundentes: nada. Gozaba, según los médicos, de un estado de salud envidiable. Sin embargo, yo era testigo de un lento progreso en esa oquedad. Como todos los días se abría un poco más, al cabo de tres semanas ya era lo suficientemente grande como para pasar una canica de un lado a otro sin problema. Naturalmente, traté de insertar cualquier cantidad de objetos, pero no tuve éxito. Todo parecía indicar que la realidad tampoco estaba de acuerdo conmigo. Era natural pensar en mi síntoma como en una sensación de frustración, congoja, melancolía o soledad. No era nada de eso. El ahuecamiento era real. Lo probé todo, desde llevar un babero, hasta jugar a las adivinaciones con mis amigos, pidiéndoles que ubicaran objetos a la altura de la espalda mientras yo intentaba describirlos; pero no daba resultado. Por más que me esforzaba, sólo conseguía ver manchas distorsionadas, nada de color y forma; yo veía cosas, pero opacas, como si les faltara lo que las hacía ser.  Después de un tiempo el ahuecamiento era tan grande, que me resultaba cómico vestirme con camisas de Iron Man, para imaginarme una brillante batería en el lugar que ahora ocupaba ese perturbante vaciado de carne. Todos a mi alrededor sabían del asunto, había cotilleos, chistes, e incluso, hubo un cierto interés público por mi testimonio y en los canales locales me hicieron varias entrevistas. Ya podrán imaginarse mi sorpresa al recibir un correo electrónico de lo que parecía ser otro “perforado”. Tenía una “hornacina”, según describía ella su fisura, algo así como una ventana en lo que antes ocupaba el esternón. Me explicó que el proceso es irreversible, y que, como yo, había miles y miles de personas. Como la correspondencia no me dejaba satisfecho, le propuse un encuentro casual. Nos vimos en un café central. La suya era una presencia tan descomunal que no hubo necesidad de quitarle la ropa para ver la dimensión de su vacío. Estábamos en una mesa estrecha en la que apenas cabían dos bandejas con café y galletas; pero era como si tuviéramos que escribir por anticipado lo que queríamos decir para luego arrojarlo al mar, con la esperanza de que el mensaje llegara intacto al otro lado de la mesa. Un océano de tiempo se instaló entre los barcos que usualmente transportan el habla. Pasaban milenios entre palabra y palabra, pero el reloj insistía en decir que no, que eran segundos. Luego entendí que el reloj tenía la mitad de la razón, porque eran segundos, pero un segundo está hecho de sesenta milésimas, y a su vez las milésimas están hechas de partículas más pequeñas, que a su vez están hechas de otra cosa más pequeña, hasta que se acaban los nombres para cosas tan pequeñas, pero se mantiene esa separación en un horizonte infinito. En algún fallo de esa nomenclatura naufragó el barco que nos mantenía comunicados. Era como si el vacío entre uno y otro no fuese homogéneo; como si esa distorsión de las cosas que no me dejaba ganarme la vida como adivino, se duplicara, era una doble distorsión, según ella, era el redoblamiento de la irreciprosidad.  Aunque ella trató explicarme las cosas con paciencia, siento que alteró el enigma poniendo otro en su lugar. En resumen, me dijo que me despreocupara: había comenzado a crecer.

1 comentario:

  1. Un barco que nunca llegó a su destino separa la intimidad de esos dos personajes. Algún buzo debería descender a lo profundo de ese océano y buscar entre los entresijos de ese barco destruído las últimas joyas oxidadas de esa palabra naufragada. Entre medusas fosforescentes, entre peces extraños, allí brillan con su último resplandor los tesoros corroídos de un decir interrumpido por la mudez y la sordera de esos amantes. Sordera y mudez que es la de todos los amantes.

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