Antes
de irme a dormir descubrí que tenía una cavidad en el pecho, apenas más grande
que un alfiler. Entré en pánico. Bordeaba el pequeño agujero con los dedos,
mientras iba subiendo el volumen de mis gritos. Toda mi familia se reunió
alrededor de la puerta, me miraban inquietos: —¡TENGO UN HUECO EN EL PECHO! —
Inmediatamente analizaron la parte delantera de mi tórax con un rigor
científico. —No tienes nada, pero, ¿te duele? ¿Puedes respirar? La preocupación
no se desvaneció con la minuciosa inspección. Hubo exámenes, médicos,
radiografías, y consultas. Al cabo de una semana los resultados eran
contundentes: nada. Gozaba, según los médicos, de un estado de salud
envidiable. Sin embargo, yo era testigo de un lento progreso en esa oquedad.
Como todos los días se abría un poco más, al cabo de tres semanas ya era lo
suficientemente grande como para pasar una canica de un lado a otro sin
problema. Naturalmente, traté de insertar cualquier cantidad de objetos, pero
no tuve éxito. Todo parecía indicar que la realidad tampoco estaba de acuerdo
conmigo. Era natural pensar en mi síntoma como en una sensación de frustración,
congoja, melancolía o soledad. No era nada de eso. El ahuecamiento era real. Lo
probé todo, desde llevar un babero, hasta jugar a las adivinaciones con mis
amigos, pidiéndoles que ubicaran objetos a la altura de la espalda mientras yo
intentaba describirlos; pero no daba resultado. Por más que me esforzaba, sólo
conseguía ver manchas distorsionadas, nada de color y forma; yo veía cosas,
pero opacas, como si les faltara lo que las hacía ser. Después de un tiempo el ahuecamiento era tan
grande, que me resultaba cómico vestirme con camisas de Iron Man, para
imaginarme una brillante batería en el lugar que ahora ocupaba ese perturbante
vaciado de carne. Todos a mi alrededor sabían del asunto, había cotilleos,
chistes, e incluso, hubo un cierto interés público por mi testimonio y en los
canales locales me hicieron varias entrevistas. Ya podrán imaginarse mi
sorpresa al recibir un correo electrónico de lo que parecía ser otro
“perforado”. Tenía una “hornacina”, según describía ella su fisura, algo así
como una ventana en lo que antes ocupaba el esternón. Me explicó que el proceso
es irreversible, y que, como yo, había miles y miles de personas. Como la
correspondencia no me dejaba satisfecho, le propuse un encuentro casual. Nos vimos
en un café central. La suya era una presencia tan descomunal que no hubo
necesidad de quitarle la ropa para ver la dimensión de su vacío. Estábamos en
una mesa estrecha en la que apenas cabían dos bandejas con café y galletas;
pero era como si tuviéramos que escribir por anticipado lo que queríamos decir para
luego arrojarlo al mar, con la esperanza de que el mensaje llegara intacto al
otro lado de la mesa. Un océano de tiempo se instaló entre los barcos que
usualmente transportan el habla. Pasaban milenios entre palabra y palabra, pero
el reloj insistía en decir que no, que eran segundos. Luego entendí que el
reloj tenía la mitad de la razón, porque eran segundos, pero un segundo está
hecho de sesenta milésimas, y a su vez las milésimas están hechas de partículas
más pequeñas, que a su vez están hechas de otra cosa más pequeña, hasta que se
acaban los nombres para cosas tan pequeñas, pero se mantiene esa separación en
un horizonte infinito. En algún fallo de esa nomenclatura naufragó el barco que
nos mantenía comunicados. Era como si el vacío entre uno y otro no fuese
homogéneo; como si esa distorsión de las cosas que no me dejaba ganarme la vida
como adivino, se duplicara, era una doble distorsión, según ella, era el
redoblamiento de la irreciprosidad. Aunque ella trató explicarme las cosas con
paciencia, siento que alteró el enigma poniendo otro en su lugar. En resumen, me
dijo que me despreocupara: había comenzado a crecer.
Un barco que nunca llegó a su destino separa la intimidad de esos dos personajes. Algún buzo debería descender a lo profundo de ese océano y buscar entre los entresijos de ese barco destruído las últimas joyas oxidadas de esa palabra naufragada. Entre medusas fosforescentes, entre peces extraños, allí brillan con su último resplandor los tesoros corroídos de un decir interrumpido por la mudez y la sordera de esos amantes. Sordera y mudez que es la de todos los amantes.
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