Era
de noche ya y llovía a cantaros en la ciudad primavera, acá bien arriba en las
laderas además de llover agua llovían balas que viajaban de un lado a otro
impulsadas por anhelos jóvenes de una vida mejor, y detenidas con rigor por sueños
arriesgados e inacabados de riqueza y de poder.
El
sonido de la artillería se escuchaba cada vez más cerca. Avanzaban unos,
retrocedían otros. Además de los estruendos se oía el llanto enfático e
indetenible de mi hermano recién nacido, incomodado por el angustioso abrazo de
mamá, que se estrechaba conmigo y con papá debajo de una cama de barrillas
resonantes.
Vacío
es aquello que deja la ausencia definitiva de aquello que se amó. Al sentir
cada vez más cerca el avance despiadado e inhumano del bando enemigo, mamá supo
que el vacío era ahora inminente. Lo supo también mi joven padre, que resignado
y sin mediar palabra asintió la arriesgada huida con un movimiento afirmativo y
diciente de su cabeza. Mamá salió rápido
del improvisado escampadero, tomó con fuerza a su recién nacido, volvió a
agacharse y con la otra mano de un tirón me sacó, papá salió también y
despedido llegó a detener la puerta que entre forcejeos sirvió de acceso a su
muerte, a una huida y a un nuevo y vacío comienzo. Huimos por la puerta trasera, atravesando la guerra
hacia la incertidumbre, atrás de nuestros afanados pasos quedaba el llanto
delatador mi hermano, las ráfagas rematadoras y lo que fuese en algún momento
la bella ilusión de un nuevo comienzo.
El
vació de mamá se hizo mayor cuando se halló sola, empapada y desorientada,
deteniendo en ambas manos su más grande anhelo, su más grande preocupación. No
era este su único vacío, no era la primera vez que perdía trágicamente algo que
amaba, ni tampoco era la primera vez que de vacíos se alimentaba un traumático y
obligado nuevo comienzo.
Las
lágrimas surcaron sus mejillas como intentado colmar los vacíos, noche tras
noche. El tiempo pasó inclemente y atados a los brazos de mamá, entre caridades
y bondades, en una montaña diferente pero otra vez acá, bien arriba en las laderas
que rodean la ciudad, aprendimos con resignación que los vacíos no se llenan,
se llevan.
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