Contemplaba taciturno el firmamento mientras sostenía con firmeza una copia en papel de De
Bello Gallico, obra escrita hace 2267 años por Cayo Julio César, aquel electrizante y
cosmopolita cónsul romano y dictador perpetuus de la era tardorrepublicana, asesinado
vilmente por sus pares que usaron como pretexto la defensa de una rancia y decadente
República. Estaba a un par de decenas de metros del edificio del Senado, aguardando afanoso
el inicio de la sesión extraordinaria, convocada por él mismo en calidad de Cónsul Terrestre.
Palpó delicadamente la cadena que se ceñía hacia el interior del bolsillo de su pantalón y sacó
de éste un reloj, presionó la corona y observó que eran las 17:43 horas, faltaban poco más de
quince minutos para que iniciase formalmente la sesión. El Cónsul introdujo su reloj en el
bolsillo, giró su cabeza y de repente realizó un fugaz gesto con su mano derecha sobre una
delgada y luminosa banda que rodeaba el interior de su muñeca izquierda, inmediatamente
asomaron sus 24 lictores. Se distinguían estos serviles robots humanoides por sus preciosas
vestimentas escarlatas y sus exóticos desintegradores, capaces en la época de aplicar la pena
capital si así lo disponía el Cónsul. Se dispuso pues, en compañía de sus lictores, a emprender
la breve caminata hacia el Capitolio Pax Orbis. Mientras tanto, observaba con gesto de franco
decaimiento las aglomeraciones de cumulonimbus que abarcaban la casi totalidad de la
bóveda terrestre, señal inequívoca de que se avecinaba una espléndida tormenta. Aspiró
copiosamente una buena cantidad de aire y sonrió, le gustaba la relación aire/humedad que
había en aquel instante. De repente y sin menor cautela asomaron en su mente recuerdos
volátiles y sintió náuseas; por lo tanto detuvo su marcha, estaba absorto en aquellos
pensamientos efímeros, hasta que finalmente pudo discernir su contenido. Sabía francamente
lo que debía hacer y sin embargo se consideraba a sí mismo un engranaje más, un simple alfil
de las probabilidades y un mecenas del destino de los ciudadanos, sus ciudadanos; pero
aunque todo esto para él sonase como una patética excusa para disimular su abiertamente
estilo de caudillo, no dejaba de ser menos cierto que aún dilataba su decisión, no era fácil
para él, aquel encumbrado estadista que se hallaba, en la época, en el pináculo de una
desenfrenada y triunfante carrera política, y sin embargo se encontraba a sí mismo ajeno a lo
que algún día anheló, no tuvo éxito en aquello que llaman las buenas intenciones y le figuró
dislocar el método, mejorar el tacto diplomático y fingir las buenas maneras de la
democracia. Lo que prosiguió a continuación es un estrafalario ejemplo de lo fútil, ridículo e
inútil que es el ser humano: el cónsul arrebató penosamente a uno de sus fieles lictores un
desintegrador y se disparó a sí mismo, ya sabes cómo funcionaban estos singulares
cachivaches. Resulta que aquel día nada extraordinario ocurrió, la sesión fue aprovechada
para hacer un llamado a la unidad, se eligió un desdibujado triunvirato para alimentar la sed
de representación de los otrora opacados partidos de oposición y la vida de los ciudadanos
siguió exactamente igual, al menos por un par de meses cuando una deliciosa anarquía
apareció, pero eso será tema de otra historia.
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