Estoy
ladrando. Mis perros me han dejado solo. Se han ido a dar vueltas por el
bosque, a buscar rastros, olores y cuerpos que se mueven. Van muchas horas,
muchos días, y no han vuelto. Me he quedado solo, ladrando. Me he vuelto un
perro. Mis llamados humanos, mis gritos, y silbidos, llamándolos, para que
vuelvan, se han vuelto aullidos y ladridos. Mi cara se ha descompuesto; los
ojos y la nariz ahora miran con obsesión al piso, la tierra, las hojas y los
árboles, buscando huellas, olores y cuerpos que se muevan. Doy vueltas y
vueltas en un mismo sitio, sin definir por fin en dónde echarme. Mi cuello se
encorva y el resto de mi cuerpo ahora yace anclado sobre el suelo en cuatro
patas. Aterrorizado, contemplé como se transformaba mi cuerpo, y esperé que de
mi piel salieran pelos, y de mis dedos, uñas largas.
Me
desesperé. Sin saber cómo ni porqué salí corriendo velozmente, saltando, por
encima de las orquídeas y las bromelias, las bateas de piedra que almacenan el
agua para los perros, los pájaros y demás animales del bosque. Sin definiciones
claras, frenaba en la raíz de algún árbol, e intentaba subirme por sus troncos
y ramas, mirando, buscando en sus copos alguna ardilla, algún pájaro, alguna
chucha u otro ser que se mueva; pero fue imposible; ni el cuerpo, ni las manos,
ni las patas de perro, me sirvieron para ascender por el árbol. Me dirigí hacia
las cercas que separan el bosque de la quebrada, y sirven de encierro a los
perros en una área delimitada, muy cerca del gallinero y la huerta del brevo; ansioso
y ladrando, apoyé las manos sobre el alambre y traté de saltar hacia el agua
que baja por la quebrada; sentí un dolor en la almohadilla de mis dedos; me
volví a parar en cuatro, y miré el chorro de sangre que manaba de mi mano
izquierda; lamí con avidez la herida y bebí el líquido como si fuera agua, pero
noté un suave sabor a hierro, sal y carne; chupé y chupé, tragué y tragué,
hasta que paró la corriente de sangre. Sentí un gran descanso y pasé mi larga
lengua, saboreando mis labios.
En
ese momento, sentí, escuché, unas voces y un ruido en la puerta de la calle. Corrí,
salté, sin percatarme ni cuidarme de la destrucción de
besitos, anturios, hortensias y pensamientos
que dejaba a mi paso; con curiosidad, llegué jadeando y ladrando, y vi cómo mis
dos perros, Artemisa y Ramón, abrían y entraban, completamente transformados en
seres humanos, con vestidos de colores vivos, gafas oscuras, una bolsa del
mercado, cada uno en sus manos, y una medalla al mérito, de una universidad de
Colombia, cada uno en sus pechos.
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