A continuación se relata
brevemente la historia de un niño que hacía las cosas al revés.
Una vez salido el sol, en
vez de levantarse de la cama e ir a la escuela como todos los niños de su edad,
se echaba a dormir plácidamente: los pies en la cabecera. Cumplido ya su
inocente onirismo, despertaba y procedía a cenar: huevos revueltos, arepa y
chocolate con aguapanela. He aquí ante la mirada curiosa una escena imperdible,
pues ¿cómo se come al revés? Ciertamente, la visión tendía a ser grotesca,
aunque jocosa. Hecho esto, la criatura se dirigía a la escuela a recibir clase.
No había profesores, ni compañeros de juego, ni señoras de la limpieza. Sólo el
vigilante crepuscular y su lánguido cancerbero. De esta manera, el niño
aprendió a ser autodidacta, y se complacía con leer a Borges, a Homero, a
Goethe, a Joyce, etcétera (leía de derecha a izquierda, naturalmente).
Concluida su jornada académica, el zagal regresaba a su casa, se despedía de
sus padres y, ahora sí, desayunaba.
En verdad, los días del
niño continuaron viceversa por mucho tiempo. Su vida consistió en
deconstrucciones, desamores, desilusiones, enemistades, devoluciones, y así
sucesivamente. Llegó un momento, durante su juventud tardía, en que el sujeto
tuvo una revelación: no era necesario vivir al revés. Las mismas sensaciones y
experiencias podían darse si se acoplaba a la monótona inexactitud en la que
todos sus cercanos se deleitaban. Al final, se alivió de haber tomado esta
decisión: bien pudo haber acabado su vida en un nacimiento y no en una
defunción. Cosa extraña aquella.
Interesante trama, buen léxico, escueto pero cautivador. Me gusta.
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