Por Sonia Milena Cano Alcalá
Este era uno de
esos sueños donde, desde el principio, te das cuenta de que estás en uno. Me
encontraba en la esquina de una calle sin pavimentar. Había pocas nubes en el
cielo y estaba atardeciendo. El lugar me era conocido y, al otro lado, sentada
en el borde de la acera, estaba una niña. Llevaba un vestido largo sin mangas,
de color piel hasta la cintura y azul con flores blancas hasta terminar. Su
cabello rizado llegaba hasta la altura de sus hombros, y con los rayos del sol
del atardecer parecía dorado y rojizo. Su piel era blanca y sus ojos, enfocados
en ningún lugar, eran algunas veces verdes, otras miel. Se veía muy bonita. De
inmediato la reconocí y, por alguna razón, sabía que ella no tenía idea de
quién era yo. Me acerqué despacio. Tenía una expresión de fastidio y yo sabía
muy bien porqué. Reí para mis adentros y no pude evitar esbozar una sonrisa. —
“Hola, ¿Cómo estás?” — Saludé. Ella levantó la cabeza y me miró. —“Hola. Bien.”
—Respondió tímidamente. —“¿No tienes calor?” —Pregunté mirando su cabello.
—“Sí, tengo calor.” —Volvió a poner cara de fastidio. Apartó el cabello de su
cuello y volví a sonreír. —“Tu cabello es bonito.” —Sabía lo que vendría
ahora... —“No me gusta llevar el cabello suelto...” —“Da mucho calor, ¿Cierto?”
—Ella asintió con la cabeza mirándome fijamente. —“Tu vestido es muy lindo, ¿Te
lo hizo tu mamá?” —Señalé. —“Gracias. No, me lo hizo mi abuela. Pero no me
gustan los vestidos.” —“¿En serio? ¿Por qué?” —Era divertido. —“Me dan calor.”
—“¿Y qué haces aquí?” —“Estoy esperando a alguien.” —Esa persona se acercó a
ella en ese momento. Había ido a buscarla, tal vez para salir a algún lugar
juntas. No parecía ser su madre y se me hizo raro verla con esa persona, pero
no hice preguntas. Por alguna razón esa persona me conocía aunque yo no la
recordara en absoluto. —“Ella es una amiga.” —Le dijo a la niña ahora junto a
ella. —“Ve y salúdala.” —La niña asintió. Luego se giró y comenzó a caminar
hacia mí con sus zapatitos negros. Me agaché a su altura y le abracé,
sosteniéndole por su espalda y cintura mientras ella colocaba sus brazos
alrededor de mi cuello. Estaba feliz, no quería soltarla. A pesar de que ella
no sabía quién era yo, sentía que, de alguna forma, me aceptaba. Abrazaba a la
persona en la que nos habíamos convertido. No me tenía miedo, tampoco hizo
ningún gesto de desagrado. Sólo eran las expresiones de una niña tímida. Me
costó un enorme esfuerzo soltarla. No quería que el sueño terminara. Ella se
separó y me sonrió para luego caminar de vuelta al lado de aquella señora. Yo
me quedé de pie en el mismo lugar. Ambas comenzaron a caminar, la niña se
volvió para despedirse de mí con la mano y yo le devolví el gesto.
Entonces
desperté.
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