Y esa noche, el joven,
lleno de tristeza, ira y un sinfín de sentimientos, sintió que el resultado era
correr, por lo que de un sopetón abrió ese obstáculo denominado puerta. No sacó
el tiempo ni para cerrarla; apenas puso el primer pie fuera de esa caja llamada
tormento, decidió largarse tan rápido como pudo. Corrió y corrió, tan lejos
como pudo sin mirar atrás. Luego de unos minutos, cayó una gota de su frente,
lo que lo hizo caer en cuenta y pensar un momento la situación: ¿será gota de
lluvia o de sudor? Después de todo ese tiempo y no había asimilado que estaba
lloviendo, así que lentamente alzó la cabeza, y sintió placer con cada gota de
lluvia que le cubría el rostro; tenía la esperanza de que la lluvia borraría
todos esos recuerdos y sensaciones que lo habían llevado a ese lugar.
En unos segundos, se le
dibujó una sonrisa en el rostro, como si la esperanza se hubiera cumplido. De
un momento a otro, sintió tan inmensa alegría, que comenzó a jugar con el agua
como si fuera un niño de nuevo: se fue a la calle más cercana y comenzó a
bailar bajo la armoniosa lluvia; inesperadamente, se le veía saltar en cada
charco que se encontraba, añadiendo que se derrumbaba en ellos. Justo cuando se
paraba, movía su pelo como si fuera un perro intentando secarse, aun sabiendo
que seguía lloviendo. Parecía que se le hubiera olvidado la razón por la cual
había comenzado a correr en un principio, hasta que pudo observar bien a su
alrededor, y vio un punto específico que le renovó lo olvidado pero con nuevas
sensaciones: estaba al frente de esa casa. Casa que todavía desconocía por
dentro, pero era la casa de la fuente de su alegría.
Casa, en la que la acera lo
era todo: el punto de encuentro en intimidad entre él y su amada novia. La
acera se había convertido en un confidente de sus más profundos secretos y
experiencias. Y con esos recuerdos y sensaciones a flor de piel, decidió
enfrentar sus miedos y preocupaciones, y se acercó a la casa.
Para su suerte, ella se
encontraba en la acera ahogando sus penas en la lluvia, y él solo pudo
observarla. Cuando ella notó su presencia, mantuvieron una mirada fija y
penetrante, donde juntos contemplaron la bóveda celeste que se marcaba en cada
uno de sus ojos, y fueron testigos de la supernova que ocupó el espacio de sus
labios. Y en esa noche, la más perfecta de todas, hubo solo 2 cómplices: la
lluvia y la acera.
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