lunes, 27 de febrero de 2017

La Lluvia y la Acera

Por Santiago Albeiro Uribe Rios


Y esa noche, el joven, lleno de tristeza, ira y un sinfín de sentimientos, sintió que el resultado era correr, por lo que de un sopetón abrió ese obstáculo denominado puerta. No sacó el tiempo ni para cerrarla; apenas puso el primer pie fuera de esa caja llamada tormento, decidió largarse tan rápido como pudo. Corrió y corrió, tan lejos como pudo sin mirar atrás. Luego de unos minutos, cayó una gota de su frente, lo que lo hizo caer en cuenta y pensar un momento la situación: ¿será gota de lluvia o de sudor? Después de todo ese tiempo y no había asimilado que estaba lloviendo, así que lentamente alzó la cabeza, y sintió placer con cada gota de lluvia que le cubría el rostro; tenía la esperanza de que la lluvia borraría todos esos recuerdos y sensaciones que lo habían llevado a ese lugar.

En unos segundos, se le dibujó una sonrisa en el rostro, como si la esperanza se hubiera cumplido. De un momento a otro, sintió tan inmensa alegría, que comenzó a jugar con el agua como si fuera un niño de nuevo: se fue a la calle más cercana y comenzó a bailar bajo la armoniosa lluvia; inesperadamente, se le veía saltar en cada charco que se encontraba, añadiendo que se derrumbaba en ellos. Justo cuando se paraba, movía su pelo como si fuera un perro intentando secarse, aun sabiendo que seguía lloviendo. Parecía que se le hubiera olvidado la razón por la cual había comenzado a correr en un principio, hasta que pudo observar bien a su alrededor, y vio un punto específico que le renovó lo olvidado pero con nuevas sensaciones: estaba al frente de esa casa. Casa que todavía desconocía por dentro, pero era la casa de la fuente de su alegría.

Casa, en la que la acera lo era todo: el punto de encuentro en intimidad entre él y su amada novia. La acera se había convertido en un confidente de sus más profundos secretos y experiencias. Y con esos recuerdos y sensaciones a flor de piel, decidió enfrentar sus miedos y preocupaciones, y se acercó a la casa.

Para su suerte, ella se encontraba en la acera ahogando sus penas en la lluvia, y él solo pudo observarla. Cuando ella notó su presencia, mantuvieron una mirada fija y penetrante, donde juntos contemplaron la bóveda celeste que se marcaba en cada uno de sus ojos, y fueron testigos de la supernova que ocupó el espacio de sus labios. Y en esa noche, la más perfecta de todas, hubo solo 2 cómplices: la lluvia y la acera. 


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