martes, 21 de febrero de 2017

El Reloj de Péndulo

Por Luisa Montoya Garcia


Un fuerte grito de ayuda hizo que me sobresaltara del sillón. Aún alterado, miré a mi alrededor intentando reconocer mi lugar; la televisión estaba encendida. Recordé entonces que el cansancio debió vencerme mientras salteaba entre los canales. Posiblemente de ahí vino tan estruendoso grito, pero no estaba seguro, aún no me acostumbraba a esta vieja casa. Apagué la televisión. Un tictac era ahora lo único que rompía el silencio. Aquel gran reloj de madera de unos dos metros de alto, cuyo péndulo dibujaba un suave y lento vaivén, con sus grandes números romanos que por alguna extraña razón me parecían siniestros, marcaba cerca de las 2:30 a.m.

Un viento helado recorrió toda mi espalda haciéndome estremecer. Me levanté del sillón. Una fuerte ráfaga había abierto la ventana, corrí las cortinas que se movían sin cesar por el viento y la cerré.  Algo me dejó inmóvil y con los ojos tan abiertos como platos: una silueta de un niño se reflejaba en el vidrio. Estaba detrás de mí.

Le ordenaba a mi cuerpo que se diera la vuelta pero no respondía. Lo único que se me ocurrió fue cerrar fuertemente los ojos y esperar a que se fuera. El miedo me empezó a invadir. Desde que me mudé a la ciudad no había logrado empatizar con nadie y tampoco tenía familiares aquí con quién pudiera quedarme mientras conseguía otro lugar. Esta casa me sacaba de casillas, o quizás estaba loco y la soledad y el estrés me ocasionaban estas visiones. Abrí los ojos, ya no estaba allí. ¿Acaso se había ido? Aún frente a la ventana, vi mi auto estacionado, justo como lo había dejado pero… sus farolas se encendieron de repente. Sentí un impulso por ir a revisar: tomé mi abrigo y salí. Al llegar al auto intenté abrir la puerta del conductor; no abría, no tenía el seguro puesto, algo entonces la estaba sujetando del otro lado. Halé con más fuerza pero la figura de un niño se estampó sobre el vidrio: unos secos y finos labios dibujaban una funesta sonrisa en una cara pálida y ojerosa. Creo que mi corazón se detuvo, pero mi cerebro por defensa le ordenó a mis piernas alejarse a zancadas. Caí de rodillas en la acera, me levanté y corrí hasta el final del andén. Me alejé de la casa, no volvería a poner un pie allí. Por última vez miré hacia atrás, no solo podía escuchar mis acelerados latidos sino también el sonido de las fuertes campanadas del reloj que marcaban las 3 a.m. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario