Un
fuerte grito de ayuda hizo que me sobresaltara del sillón. Aún alterado, miré a
mi alrededor intentando reconocer mi lugar; la televisión estaba encendida.
Recordé entonces que el cansancio debió vencerme mientras salteaba entre los
canales. Posiblemente de ahí vino tan estruendoso grito, pero no estaba seguro,
aún no me acostumbraba a esta vieja casa. Apagué la televisión. Un tictac era ahora
lo único que rompía el silencio. Aquel gran reloj de madera de unos dos metros
de alto, cuyo péndulo dibujaba un suave y lento vaivén, con sus grandes números
romanos que por alguna extraña razón me parecían siniestros, marcaba cerca de
las 2:30 a.m.
Un
viento helado recorrió toda mi espalda haciéndome estremecer. Me levanté del
sillón. Una fuerte ráfaga había abierto la ventana, corrí las cortinas que se
movían sin cesar por el viento y la cerré. Algo me dejó inmóvil y con los ojos tan
abiertos como platos: una silueta de un niño se reflejaba en el vidrio. Estaba
detrás de mí.
Le ordenaba a mi
cuerpo que se diera la vuelta pero no respondía. Lo único que se me ocurrió fue
cerrar fuertemente los ojos y esperar a que se fuera. El miedo me empezó a
invadir. Desde que me mudé a la ciudad no había logrado empatizar con nadie y
tampoco tenía familiares aquí con quién pudiera quedarme mientras conseguía
otro lugar. Esta casa me sacaba de casillas, o quizás estaba loco y la soledad
y el estrés me ocasionaban estas visiones. Abrí los ojos, ya no estaba allí.
¿Acaso se había ido? Aún frente a la ventana, vi mi auto estacionado, justo
como lo había dejado pero… sus farolas se encendieron de repente. Sentí un
impulso por ir a revisar: tomé mi abrigo y salí. Al llegar al auto intenté
abrir la puerta del conductor; no abría, no tenía el seguro puesto, algo
entonces la estaba sujetando del otro lado. Halé con más fuerza pero la figura
de un niño se estampó sobre el vidrio: unos secos y finos labios dibujaban una funesta
sonrisa en una cara pálida y ojerosa. Creo que mi corazón se detuvo, pero mi cerebro
por defensa le ordenó a mis piernas alejarse a zancadas. Caí de rodillas en la
acera, me levanté y corrí hasta el final del andén. Me alejé de la casa, no
volvería a poner un pie allí. Por última vez miré hacia atrás, no solo podía
escuchar mis acelerados latidos sino también el sonido de las fuertes
campanadas del reloj que marcaban las 3 a.m.
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