Por Sebastian Martinez Arango
La vi, tan hermosa como siempre. El ser que más he amado
y a la vez el que más daño me ha hecho. Estaba ahí, esperando la muerte, mi
mamá se moría y yo no podía evitarlo ¿A quién llamar? Ya para que, es la hora.
Me acerqué lentamente mientras mis ojos se inundaban en lágrimas tímidas y
pesadas, tomé su mano y la besé, la besé mientras palpitaba. Me incliné para
estar más cerca, cuando se percató de mi presencia me sonrió como siempre, yo,
temblando, le dije valientemente:
¿Cuándo te vas a morir para matarme? Te amo. La hermosa
vida que me diste me amarra con cadenas invisibles de miedo y curiosidad que no
me dejan caminar hacia la muerte. Yo no la quería, pero tu descarada
generosidad es la mayor muestra de tu gran corazón y estoy agradecido de que me
hicieses tu hijo. En unos minutos, cuando te hayas ido, estaré solo. Debiste
pensar en eso. La mayor crueldad que he conocido es que me hayas permitido
compartir contigo tantos años para que, después de haber crecido, me dé cuenta
que tu amor no es inmortal, sin embargo, te perdono.
Mirándome con su típica mirada, esa de ternura y
comprensión que no volvería a ver, acercó mi mano a su rostro y la besó. Luego,
cerró los ojos y nunca más los abrió. Y ahí me quedé llorando sin saber qué
hacer, y aquí estoy sonriendo sin saber qué hacer.
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