martes, 21 de febrero de 2017

A un Metro de Distancia

Por Juan Felipe Zuluaga Malagon

Pese a todo el ruido entre sus sienes, los días de encierro, entre pronósticos suyos de futuro cercado y, en fin, la acompasada rutina de autocastigo del neurótico, comenzó a escribir. No eran frases coherentes o sucesos anecdóticos. Esa verborrea discurría a chorros rabiosos de tinta azul, entre hojas cuadriculadas, borrones y manchas de los dedos. Los paisajes prosaicos proyectados en el lente de sus gafas de marco grueso, y en el que figuraban olores y formas aleatorias, circulaban distraídamente entorno suyo, sólo reteniéndolas en sus papeles. Sus ojos se movían compulsivamente entre la muchedumbre de la estación, sus pasos entre ella y su caligrafía afanada pero decorosa. Dentro del tren, paró, al verse envuelto en una marejada. Dos estaciones después, el metro se desocupó, pudo sentarse y reanudar. Las imágenes que captó mientras estaba apretujado se deslizaron abyectamente de la tinta a la hoja, bailando con un ritmo íntimo, al vaivén del pulso de la mano. La visión había resumido, tergiversado, descubierto, inventado por demás un mundo cotidiano, de violencia cotidiana. La soledad de la miseria amontonada alrededor de las vías del tren, el río-cloaca a un lado, la pugna entre el ruido discorde y la voz femenina pregrabada que indicaba cualquier detalle sin importancia en dos idiomas. Los ojos mirando entre nubes y polvo. Se divisaban a través de los cristales las tumultuosas montañas contorneadas por una bruma sutil, que garabateaba difusas alteraciones en sus formas, mientras se alejaban con el sol naranja del atardecer. Eso era lo que mascullaba en su abismo de cavilaciones, pero a su vez le inquietaba su despreocupación por su destino, en lo que seguiría tras la última línea, la última estación. No determinaba sus motivos. Se comenzó a sabotear a sí mismo, al descubrir los cordones desamarrados de un zapato, al ver su fea letra gastándose una broma de ideas estúpidas, su reflejo deshecho en la ventana, el aislamiento merecido de millones de seres humanos…Huía, sin duda, mucho antes de escabullirse entre sus propios vericuetos, saltar la tapia de su cabeza y de su casa, ciego de orientaciones prácticas o filosóficas, tomar una ruta inusual, caminar al metro, pero llegar a una estación más lejana de la habitual. Era inevitable caer en el lugar común del hastío, nadie está a salvo. Lo contuvo cierto miedo ante el pudor de escribir en tercera persona, a esa mirada furtiva anónima que espiara su locura. Volviendo a su casa, en el mismo tren con el que había atravesado el valle, percibía a la gente, en su mayoría solitaria, entrecruzando miradas expresivas, pero sin ninguna intención aparente de comunicar algo. Tal vez oían igualmente el barullo interno como música de clarinete o un punk arrancado a patadas de una noche en la calle. Sus presencias irrumpían y corrompían el sonido natural del caos. Esta ciudad ocultaba su reflejo en la luna. 

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