Pese a todo el ruido
entre sus sienes, los días de encierro, entre pronósticos suyos de futuro
cercado y, en fin, la acompasada rutina de autocastigo del neurótico, comenzó a
escribir. No eran frases coherentes o sucesos anecdóticos. Esa verborrea
discurría a chorros rabiosos de tinta azul, entre hojas cuadriculadas, borrones
y manchas de los dedos. Los paisajes prosaicos proyectados en el lente de sus
gafas de marco grueso, y en el que figuraban olores y formas aleatorias,
circulaban distraídamente entorno suyo, sólo reteniéndolas en sus papeles. Sus
ojos se movían compulsivamente entre la muchedumbre de la estación, sus pasos
entre ella y su caligrafía afanada pero decorosa. Dentro del tren, paró, al
verse envuelto en una marejada. Dos estaciones después, el metro se desocupó, pudo
sentarse y reanudar. Las imágenes que captó mientras estaba apretujado se
deslizaron abyectamente de la tinta a la hoja, bailando con un ritmo íntimo, al
vaivén del pulso de la mano. La visión había resumido, tergiversado,
descubierto, inventado por demás un mundo cotidiano, de violencia cotidiana. La
soledad de la miseria amontonada alrededor de las vías del tren, el río-cloaca
a un lado, la pugna entre el ruido discorde y la voz femenina pregrabada que
indicaba cualquier detalle sin importancia en dos idiomas. Los ojos mirando
entre nubes y polvo. Se divisaban a través de los cristales las tumultuosas
montañas contorneadas por una bruma sutil, que garabateaba difusas alteraciones
en sus formas, mientras se alejaban con el sol naranja del atardecer. Eso era
lo que mascullaba en su abismo de cavilaciones, pero a su vez le inquietaba su
despreocupación por su destino, en lo que seguiría tras la última línea, la
última estación. No determinaba sus motivos. Se comenzó a sabotear a sí mismo,
al descubrir los cordones desamarrados de un zapato, al ver su fea letra
gastándose una broma de ideas estúpidas, su reflejo deshecho en la ventana, el
aislamiento merecido de millones de seres humanos…Huía, sin duda, mucho antes
de escabullirse entre sus propios vericuetos, saltar la tapia de su cabeza y de
su casa, ciego de orientaciones prácticas o filosóficas, tomar una ruta
inusual, caminar al metro, pero llegar a una estación más lejana de la habitual.
Era inevitable caer en el lugar común del hastío, nadie está a salvo. Lo
contuvo cierto miedo ante el pudor de escribir en tercera persona, a esa mirada
furtiva anónima que espiara su locura. Volviendo a su casa, en el mismo tren
con el que había atravesado el valle, percibía a la gente, en su mayoría
solitaria, entrecruzando miradas expresivas, pero sin ninguna intención
aparente de comunicar algo. Tal vez oían igualmente el barullo interno como
música de clarinete o un punk arrancado a patadas de una noche en la calle. Sus
presencias irrumpían y corrompían el sonido natural del caos. Esta ciudad
ocultaba su reflejo en la luna.
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