Cada
día el despertar se hace tan inverosímil como acatar el paso del tiempo
mientras el palpitar constante de los segundos hace de mi existencia bruma en
el horizonte. Mi fuero interno se funde en el pánico fugaz de saberse inexorablemente
alcanzado por la senilidad, no por su connotación per se, sino por la
impotencia ante la insatisfacción que se anida en mi alma producto de un
entramado de emociones inacabadas, axiomas, rostros y experiencias aunados en
reminiscencias turbulentas cargadas de ansiedad y confusión. La vida me resulta
una pantomima acompasada en una métrica instrumental inaprehensible de la cual
soy parte sin advertirlo completamente, mientras mi consciente se elucida de
nuevo; no obstante, conforme transcurre la mañana la cadencia de las notas se
me hace más familiar aun cuando mi mente obstinada insiste en la renuencia; es
quizá el tedio a embadurnarse en la ironía de los atavíos perturbadores de mi
propia realidad, tan consuetudinarios como imposibles de embarcar. Es sólo
hasta que tomo el primer sorbo de café matutino y contemplo el paisaje que se
proyecta desde una ventana cuando la tensión se pacifica y las cosas dejan de
estar circunscritas en el absurdo, aunque cierta incertidumbre permanece; es
aquella sensación de felicidad incompleta, tan sutil y aguda como para
mancillar el panorama, esa emoción cuyos trazos se pierden en algún lugar de
mis nervios, la estricta sensatez de una vida teñida por los conductos. Tras
cada sorbo medito en la filosofía de mi existencia y siento cómo el sabor
amargo resuena en clave sol con todas mis contradicciones emergidas en una
epímone de cavilaciones políticamente
correctas; sin embargo cuando quedan las últimas trazas de café mezcladas con
algunos cristales de azúcar, ese sutil contraste a lo dulce hace de mi
barahúnda un camino allanado al control de los estribos; evoco la famosa frase:
“Carpe diem” y mis ideas parecen aclararse en el primer plano, dejando en el bajo perfil la ciclópea nube
sensaciones turbulentas, todas empañadas por la preocupación de ser demasiado
grandes o pequeñas o insuficientes para instar la plenitud. Al examinar la taza
vacía y advertir la génesis de una nueva rutina, mis pulmones se llenan de aire
en un incólume suspiro y mis párpados se cierran por unos instantes en pos de
hacer acopio de aquello que me atañe en el presente inmediato; el huracán en mi
pecho se apacigua por la sindéresis de mis contratos personales, pero mis
emociones van a la caja de pandora, de donde saldrán cuando mi vida haya sido
resuelta, tanto en esta realidad como en la que quizá me espera después de la
muerte.
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