lunes, 6 de marzo de 2017

Cuestiones Prácticas

Por Santiago Casas Casas

Cada día el despertar se hace tan inverosímil como acatar el paso del tiempo mientras el palpitar constante de los segundos hace de mi existencia bruma en el horizonte. Mi fuero interno se funde en el pánico fugaz de saberse inexorablemente alcanzado por la senilidad, no por su connotación per se, sino por la impotencia ante la insatisfacción que se anida en mi alma producto de un entramado de emociones inacabadas, axiomas,  rostros y experiencias aunados en reminiscencias turbulentas cargadas de ansiedad y confusión. La vida me resulta una pantomima acompasada en una métrica instrumental inaprehensible de la cual soy parte sin advertirlo completamente, mientras mi consciente se elucida de nuevo; no obstante, conforme transcurre la mañana la cadencia de las notas se me hace más familiar aun cuando mi mente obstinada insiste en la renuencia; es quizá el tedio a embadurnarse en la ironía de los atavíos perturbadores de mi propia realidad, tan consuetudinarios como imposibles de embarcar. Es sólo hasta que tomo el primer sorbo de café matutino y contemplo el paisaje que se proyecta desde una ventana cuando la tensión se pacifica y las cosas dejan de estar circunscritas en el absurdo, aunque cierta incertidumbre permanece; es aquella sensación de felicidad incompleta, tan sutil y aguda como para mancillar el panorama, esa emoción cuyos trazos se pierden en algún lugar de mis nervios, la estricta sensatez de una vida teñida por los conductos. Tras cada sorbo medito en la filosofía de mi existencia y siento cómo el sabor amargo resuena en clave sol con todas mis contradicciones emergidas en una epímone de cavilaciones  políticamente correctas; sin embargo cuando quedan las últimas trazas de café mezcladas con algunos cristales de azúcar, ese sutil contraste a lo dulce hace de mi barahúnda un camino allanado al control de los estribos; evoco la famosa frase: “Carpe diem” y mis ideas parecen aclararse en el primer plano,  dejando en el bajo perfil la ciclópea nube sensaciones turbulentas, todas empañadas por la preocupación de ser demasiado grandes o pequeñas o insuficientes para instar la plenitud. Al examinar la taza vacía y advertir la génesis de una nueva rutina, mis pulmones se llenan de aire en un incólume suspiro y mis párpados se cierran por unos instantes en pos de hacer acopio de aquello que me atañe en el presente inmediato; el huracán en mi pecho se apacigua por la sindéresis de mis contratos personales, pero mis emociones van a la caja de pandora, de donde saldrán cuando mi vida haya sido resuelta, tanto en esta realidad como en la que quizá me espera después de la muerte.

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