lunes, 6 de marzo de 2017

Apología de un Monteador

Por Juan Pablo Franco Herrera

La tarde ya cedería paso a una nueva noche, cuando José estaba remando muy lento por el río Lacre, rumbo al salado de la selva. Las nubes oscuras amenazaban,  por lo poco que había visto, José sabía que llovería pronto. Ponía atención a cada árbol, a cada claro y cada recodo. Pues quizás encontraría un churuco en alguna rama, una boruga descuidada o alguna guatinaja jugueteando y así acabaría pronto la jornada.  Pero no fue así. Aguzó la vista, de lejos vio una capirona muy buena para detenerse y amarrar allí la canoa. Advirtió que un hoacín le miraba con curiosidad, se diría que trataba de decirle algo, o mejor, de inquirir algo.
Comenzó a llover, amarró la canoa, tomo el largo machete, la escopeta y emprendió la  marcha al salado a varias horas de allí. Hacía muchos días que no ponía en el plato de su esposa e hija un trozo de carne. Con suerte, esa noche cazaría una guara o una boruga para alimentar a sus amadas. Muy poco había aprendido de caza en aquellos difíciles meses de huir de la guerra desde aquel noviembre de 1899. Pensaba en su antigua vida, aún no comprendía  el absurdo comportamiento de matarse entre sí, de imponer sus ideas a base de escopeta y machete, obedeciendo como autómata a las concepciones que Herrera soñaba imponer. Había tenido que vencer el miedo que le inspiraba aquella misteriosa selva. Pero podía más el amor por aquellas dulces mujeres que su desconocimiento y carencia de habilidades en lo que constituía su nuevo mundo. ¡Dura forma de ganarse la vida! Sin embargo, la sonrisa de Sara, aunado al amor sincero de Rosa, borraban lo gravoso de la existencia y constituían el mayor aliciente que hombre alguno  pudiese tener en esos tiempos difíciles.
Llovía aún más, la selva estaba visitada por el agua de arriba a abajo, parecería que no habitaba nadie aquella espesura, como si fuese una especie de bosque fantasma. Una hora, ahora un par y cesó  la lluvia.  Avanzó con cautela, un manco se sorprendió al verle y corrió como si lo persiguiese el mismísimo satán con machete.  Un pájaro luna lanzaba sus llamados al viento; de tanto en tanto, una rana bruja se reía, como si el paso lento, cansado y humilde de José le produjese algún tipo de extraña gracia. Observó  por el senderillo unas pequeñas huellas, que podían ser de muchos mamíferos, no aventuró a pensar de quien se trataba.
 Antes de llegar al salado un olor fuerte  llegó acompañado de chillidos familiares, aguzó el oído, a quince metros distinguió la silueta de una guara. José advirtió que se le aceleraba el pulso, comenzó a sudar sin tregua, y su respiración incrementó. La guara levantó la cabeza, se diría que escuchaba esa respiración. José tomó una súbita fuerza, levantó la escopeta y se escuchó un enorme estruendo. La selva quedó muda.

Inició con paso cansino el regreso,  a medida que caminaba los sonidos nocturnos tomaban un nuevo hálito. Pensó que mientras él estaba en la selva de galería de ese apartado río amazónico, lejos de su antigua vida y lejos incluso de los mismos siringueros del bosque. Quizás, a esa misma hora, Herrera y sus viejos compañeros estarían en la guerra, convencidos de morir por la causa de un mejor país, aunque eso significase la muerte despiadada de muchas gentes, gentes que ni siquiera comprendían lo que sucedía, ni si seguían un color u otro. Para José su causa no era matar por una bandera, su causa estribaba en el bien de Sara y Rosa.

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