La tarde ya cedería paso
a una nueva noche, cuando José estaba remando muy lento por el río Lacre, rumbo
al salado de la selva. Las nubes oscuras amenazaban, por lo poco que había visto, José sabía que
llovería pronto. Ponía atención a cada árbol, a cada claro y cada recodo. Pues
quizás encontraría un churuco en
alguna rama, una boruga descuidada o alguna guatinaja
jugueteando y así acabaría pronto la jornada. Pero no fue así. Aguzó la vista, de lejos vio
una capirona muy buena para detenerse
y amarrar allí la canoa. Advirtió que un hoacín
le miraba con curiosidad, se diría que trataba de decirle algo, o mejor, de
inquirir algo.
Comenzó a llover, amarró
la canoa, tomo el largo machete, la escopeta y emprendió la marcha al salado a varias horas de allí. Hacía
muchos días que no ponía en el plato de su esposa e hija un trozo de carne. Con
suerte, esa noche cazaría una guara o
una boruga para alimentar a sus
amadas. Muy poco había aprendido de caza en aquellos difíciles meses de huir de
la guerra desde aquel noviembre de 1899. Pensaba en su antigua vida, aún no
comprendía el absurdo comportamiento de
matarse entre sí, de imponer sus ideas a base de escopeta y machete,
obedeciendo como autómata a las concepciones que Herrera soñaba imponer. Había
tenido que vencer el miedo que le inspiraba aquella misteriosa selva. Pero
podía más el amor por aquellas dulces mujeres que su desconocimiento y carencia
de habilidades en lo que constituía su nuevo mundo. ¡Dura forma de ganarse la
vida! Sin embargo, la sonrisa de Sara, aunado al amor sincero de Rosa, borraban
lo gravoso de la existencia y constituían el mayor aliciente que hombre
alguno pudiese tener en esos tiempos
difíciles.
Llovía aún más, la selva
estaba visitada por el agua de arriba a abajo, parecería que no habitaba nadie
aquella espesura, como si fuese una especie de bosque fantasma. Una hora, ahora
un par y cesó la lluvia. Avanzó con cautela, un manco se sorprendió al verle y corrió como si lo persiguiese el
mismísimo satán con machete. Un pájaro luna lanzaba sus llamados al viento; de tanto en tanto, una rana bruja se reía, como si el paso
lento, cansado y humilde de José le produjese algún tipo de extraña gracia.
Observó por el senderillo unas pequeñas
huellas, que podían ser de muchos mamíferos, no aventuró a pensar de quien se
trataba.
Antes de llegar al salado un olor fuerte llegó acompañado de chillidos familiares,
aguzó el oído, a quince metros distinguió la silueta de una guara. José advirtió que se le aceleraba
el pulso, comenzó a sudar sin tregua, y su respiración incrementó. La guara levantó la cabeza, se diría que
escuchaba esa respiración. José tomó una súbita fuerza, levantó la escopeta y
se escuchó un enorme estruendo. La selva quedó muda.
Inició con paso cansino
el regreso, a medida que caminaba los
sonidos nocturnos tomaban un nuevo hálito. Pensó que mientras él estaba en la
selva de galería de ese apartado río amazónico, lejos de su antigua vida y
lejos incluso de los mismos siringueros del bosque. Quizás, a esa misma hora,
Herrera y sus viejos compañeros estarían en la guerra, convencidos de morir por
la causa de un mejor país, aunque eso significase la muerte despiadada de
muchas gentes, gentes que ni siquiera comprendían lo que sucedía, ni si seguían
un color u otro. Para José su causa no era matar por una bandera, su causa
estribaba en el bien de Sara y Rosa.
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