Por Stiven Espinosa Zapata
¿Qué tanto de hoy ya se había podido percibir en aquellos tiempos? Mucho podría ser,
si seguimos siendo humanos y sentimos alegría y temor, fuerza e impotencia. Más no
valdría más mi palabra si afirmo que mucho de lo que se percibió en ese entonces
permanece constante apretando nuestro pecho; el ignorarlo no desaparece la realidad
sino más bien nos seda y limita la vista.
Tanto es así que lo que a veces nos une al pasado son los sentimientos fuertes que se
han sentido aquí y allá, como aquella vez en ese tiempo, donde el gris aun no reinaba y
tu valor era tu palabra; donde nadie se ahogaba en el camino a menos que hubiera
dinero y un buen motivo; donde la sangre corría fácil sobre una tierra con varios dueños.
Las versiones cuentan de un evento llevado a cabo en una tierra de un solo Señor, quien
tenía su razón para llevar júbilo y música a lugares donde días antes tuvo lugar la
ocasión. Y desde adentro de los muros trajo consigo la abundancia para celebrar en
aquella aldea donde el verde de los árboles pintaba, y el canto de las aves adornaba
todos los matices del agradable lugar. Más, bien era sabido, entre algunos humildes del
pueblo, que su Señor no derrochaba en vano cuando tenía algo entre manos; también
sabían que Dios era lleno de amor y todo misericordioso, pero ¿Quién que hable de
autoridad deja pasar las reglas de su propio juego?
Se sabía tan poca cosa de ciencia, ¡que las casualidades iban y venían! Pero no todos se
resignaban a ignorar, más por el contrario el arte iba de la mano de la verdad, pero
cubierta con toques de alegoría, sin embargo eso no impedía que se hubiera podido
hacer más. Así se llegó la hora del juglar quien acompañaba su poesía con unas
melodiosas cuerdas, que pulsadas sin cesar llamaban la atención de toda alma en el
lugar. No se sabe como pero pareció que las aves volaban al son de la melodía, al igual
que se mecían los árboles, igual al silbido del viento al pasar. Todos los oídos se
deleitaron, tanto que no se supo en que momento terminó el juglar, ni mucho menos la
dirección que tomó para marcharse de la ocasión. Un silencio natural irrumpió la fiesta,
había cierta dinámica entre tanta tranquilidad; una señora anciana de la aldea, presintió
el frío de aquellas notas. Se acercó al Señor de esas tierras, quien sonreía inmóvil
sentado junto a su esposa. Ella a su vez tomó su mano, solo para darle el impulso que
necesitaba para precipitarse en el suelo y atraer todas las miradas. La esposa preguntó
¿quién podía haber hecho eso? Mientras la anciana recordaba, de historias también
pasadas, que las notas fueron bien tocadas y que la canción estaba envenenada.
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